top of page

Crónica de un hijo natural

aleylez0504@gmail.com

Actualizado: 26 nov 2020



Para la familia, el abuelo Magdaleno era “el bastardo” por nacer de una mujer sin hombre ni casorio. Contaba él mismo que si él estaba comiendo en la cocina y llegaba uno de sus familiares debía salirse y no podía regresar hasta que todos hubiesen acabado de comer. El abuelo Magdaleno se sentaba fuera de la casa, al otro lado del patio, a veces con el Sol quemando su piel, otras veces con lluvia. Para los tíos y las tías, era un “bastardo” y no merecía el respeto de los demás.

El abuelo Magdaleno era un hombre de tez morena, nariz aguileña, ojos grandes y cabeza pequeña; no se quitaba el sombrero ni para comer y siempre uso pantalones topecas; con sus bromas, el abuelo Magdaleno me fascinó cada tarde, hasta que se marchó, una tarde de muchas y no volví a ver.

Al culminar la primaria, su abuelo, Darío González, un hombretón al cual no se le podía decir que no, le prohibió continuar su educación siempre usando la frase, “¿Para qué estudias? Si los doctores matan, los abogados mienten y los sacerdotes roban”. A pesar de ser un hombre fuerte en la adultez, me confesó varias veces sentirse “inútil”.

Se fue a trabajar al taller de la familia con 11 años, mezclando lo necesario para hacer teja y ladrillo durante largas jornadas, en los hornos se quemaba con llanta y al ser un taller de alfarería el gas tóxico se respiraba denso por todos lados. “Nunca aprendí a usar el torno, por eso solo hacía tejas y ladrillos todos los días”.

Amada locomotora es como le digo hasta hoy, Magdaleno comenzó a fumar, solía relatar una historia entre risas; “Tenía once años y me fui a la tienda de la esquina con unos amigos, ahí me dijeron ¿quieres probar el cigarro?, acepté uno, lo calé y continué. Entonces, a lo lejos veo venir a mi abuelo, me puse nervioso, no sabía qué hacer y terminé por guardar el cigarro en el bolsillo de mi chamarra. Ahora sé que mi abuelo sabía qué era lo que tenía y fue por eso por lo que se quedó en la tienda, esperando a que se consumiera el cigarro en mi mano, al final no aguanté y grité aventando el cigarro al piso, mi abuelo se reía de mí. Creo que fue su manera de regañarme porque no me volvió a decir nada”.

Magdaleno fue creciendo siempre al lado de su madre con el tiempo le llamaron “Regulo” por “Las aventuras de Regulo y Magdaleno”.

Al fallecer sus abuelos él y su madre terminaron al cargo del negocio familiar, un pequeño local en el centro afuera del mercado, frente a la Parroquia de San Juan Bautista, trabajó prácticamente toda su vida.

Y entonces conoció a Olivia Zermeño, una mujer muy guapa de piel blanca, cabello castaño y carita de muñeca, ella era su objetivo, pero por azares del destino terminó por casarse con Evangelina, hermana de Olivia, no era una mujer fea, pero tenía su carácter. Regulo era un hombre ahorrador en extremo y Evangelina una mujer trabajadora a quien le gustaba gastar, eso más el hecho de que Dolores siempre fue una madre sobreprotectora sería el detonante de cuantiosas peleas.

Durante el matrimonio Regulo fue alimentando su apetito de conocimiento, comprando o adquiriendo libros del puesto de Evangelina dando como resultado una modesta pero variada biblioteca en la sala de estar.

Tres hijos fueron fruto de ese matrimonio que se disolvió en 2009.

Como su primera nieta me sentí tan especial, yo era “cleopatrita” y desde pequeña me enseñó a boxear, a golpear si me golpeaban. En una ocasión plantamos un ciruelo, “es tuyo, pero con la condición de que vengas a regarlo todos los días”. Está demás decir que se secó.

Cuando comenzó a ver que me aburría por las tardes en que iba a visitarle, entonces tuvo la idea de traer películas cada semana para que las pudiese ver mientras el no estaba “tienes toda la tarde en mi cuarto para ver todas las películas que quieras, pero no te muevas de mi cuarto aquí quédate”. Mi abuela aún estuvo en casa esas tardes en que veía películas y era una mujer buena que siempre cocinaba para mi abuelo y lo atendía, pero un día se fue. Jamás vi una muestra de amor más grande que la de mi Amada Locomotora que se armó de valor y fue a rogarle a Evangelina que volviera, incluso le llevó serenata, pero ella no volvió.

Era 2016 yo trabajaba con mi abuelo, tenía algunas semanas cayéndose de camino al trabajo, decía que le costaba respirar. Un domingo lo vi caerse, el sonrió y dijo “no pasa nada, descarguen la carreta”. Para mí siempre fue un hombre fuerte y odié ser su confidente, en una ocasión me dijo: “Tu me ves aquí bromeando, platicando, riendo, pero cuando llego a la casa y veo que estoy solo, se me caen los huevos hasta el piso”

En mayo comenzó a quedarse en casa hasta tarde, venía a comer con nosotros y en una ocasión me pidió prestada mi habitación para dormir, “disculpa que te moleste mija, pero me siento muy cansado, ¿me prestas tu cama?” asentí y lo dejé ahí toda la tarde.

Nos enseñaron las radiografías de sus pulmones, “es cáncer” resonaba en mi mente, “de tres a cuatro meses” dijo el doctor. Todo cambió, de repente estábamos todo el día en su casa y el local se sentía vacío sin él. Una mañana caminábamos juntos por la calle en que vivía, vio una moneda de diez centavos, y me dijo “recógela mija, por algo se empieza”.

A finales de agosto dejé de verle, estaba internado y una mañana recibí una llamada de mi madre. “Ya no compres las plumas para las enfermeras”. Estaba nublado y su cuerpo llegó por la tarde, no pude admitir que estaba muerto hasta que me abofetearon, estaba en shock y recuerdo haber pensado, “todos estamos aquí mi madre está aquí, mi abuela está aquí y mi abuelo está aquí rezando” pero no era él, solo era su sombrero reflejado en el vitral.

24 visualizaciones0 comentarios

Comments


bottom of page